«Todos nos transformaríamos si nos atreviéramos a ser lo que somos» (Margarite Yourcenar)
Desde que nacemos hasta que morimos estamos solos. Rodeados de gente sí, pero solos. Echamos la culpa de todo a los demás y nunca estamos satisfechos con casi nada. Las dolencias sociales son las más dañinas que existen ya que nos dejarán su marca para siempre. Tratamos de inventar, de inventarnos en cada momento pero no estructuramos debidamente los cimientos sobre los cuales queremos edificar nuestra vida. Sacamos conclusiones de todo con apenas unos datos y a la larga se vuelven contra nosotros como un boomerang. Tal vez esa soledad que viaja junto a nuestros pasos sea un soporte transparente para no hacernos caer demasiadas veces y pensemos, por unos momentos qué nos conviene. Mientras las hojas caídas de los árboles se dejen pisar por nuestros pies descalzos haciéndonos sentir su roce y la niebla de las mañanas de invierno nos abrece con calor, la inmensidad vacía de nuestra existencia se atará al deseo de no hostigar al otro con nuestras aptitudes. Nada brota por sí solo y todo tiene su respuesta solapada frente a nuestros ojos. Aceptarla o no es cosa nuestra, aunque la mayoría de las veces nos cueste hacerlo.