Katmandú, en su momento de máximo esplendor. Cuando llegué aquella mañana de enero fue para mí la entrada a un mundo que jamás había podido imaginar. Las plazas, los templos, las gentes sencillas que deambulan a diario por sus callejuelas vendiendo o acudiendo al culto. Como una paleta de colores que un pintor ha descuidado en su taller pero que aún así configura todo un lienzo de arte, sintonía, olor y vida. El Katmandú que me recibía tal y como era, sin fotoshop porque la realidad no se maquilla, la realidad ha de sentirse y verse tal y como esta es. Patán de las mil caras y de los mil credos que configuran la naturaleza de un país que se conforma con lo que tiene y que nos hace ser mejores cuando comprendemos el sentido de su existencia y el valor de su idiosincrasia. Produce  en nosotros esa introspección involuntaria para saber apreciar más la vida y lo que tenemos. Entre sándalo, flores, niños descalzos y sabios ancianos que nos miran a la vez que nos descubren. Todo un mundo que existe pero que no sabemos que lo hace porque estamos siempre inmersos en otros quehace más egoístas y mundanos. Aquel Katmandú que se descubrió frente a mis ojos cuando sobrevolamos las altas cumbres del Himalaya sigue ausente del mundo.

Los que quedó está todavía por reconstruir. Apenas han llegado las ¨famosas¨ ayudas mundiales. Como siempre, los primeros momentos todos somos buenos y solidarios, después solamente los que sí sienten esa necesidad de socorrer y reconstruir una maravilla de la humanidad son los olvidados que no se escuchan pero que continúan con su labor.  Así se desvaneció todo y tal vez tardemos muchos años en volver a encontrarlo. Entre sus ruinas permanece la esperanza de volver a renacer.

«Ahora que ya nadie cree en las grandes utopías y porque así lo afirmamos y creemos, estamos dispuestos a apostar por esos grandes ideales y llevarlos a la práctica aunque nos quedemos solos»