Entre la luz densa de una tierra vasta de cosas el bosque del mundo se abrirá a la expectación solemne del invierno. Llegará a seducirno como esa amarilla hoja que navega en alas del futuro. Donde las manos inocentes de los niños roban besos escondidos entre los huertos maduros de otra edad. En las apacibles orillas del deseo las estatuas del otoño caduco se diluyen en un poniente de invierno que comienza. Pero aún continúan cayendo sin descanso las secas hojas sobre el dorado cuerpo de la tierra. Aquellos niños del otoño eran como sombras en la ventana y la brisa de sus sonrisas como esas flores no marchitas todavía por la soledad y el olvido. Bajo las lentas y azules tardes de un cielo que va muriendo igual que una siembra, callada y seca, que viaja hacia la muerte. Diciembre de pies descalzos. Diciembre con olor a pena blanca. Diciembre de amor guardado en la bodega del corazón. Diciembre brillante en las pupilas de los niños, bajo los cuentos desnudos de la infancia. Murió el otoño y el castaño herido sigue meciéndose contra mi ventana. Escuchando esas campanas en la lejanía de un tiempo mojado. Días de invierno carentes de futuro y alboradas sin dueño. Queriendo albergar esa cálida palabra por la senda infinita del aire, tratatré de guardar entre mis manos a esa lluvia que cae sobre una tierra impaciente de olvido. Los pájaros volverán de nuevo en primavera a saltar sobre la amarilla hojarasca en su destino de unidad infinita, junto a ese tiempo que quedó atrapado en alguna estación sin nombre.