En medio de la ciudad, un parterre se descubre ante mí. Tarde fría de casi invierno y que en las cumbres más altas de la isla comienza a aparecer un blanco manto de nieve. Pero allí estaba sola y fría. Sin perder ni un ápice de su hermosura. Sublime, belleza externa capaz de llevarnos a un éxtasis más allá de su racionalidad o incluso provocar dolor por ser imposible de asimilar. «En esa composición digna y elevada donde los ojos tienen campo para espaciarse de sus vistas y para perderse entre la variedad de objetos que se presentan por sí mismos a las observaciones. Son tan agradable a la imaginación como lo son al entendimiento en las especulaciones de la eternidad y el infinito» (Placeres de la imaginación, Joseph Adisson)