Si me pusiera a pensar tal vez me inspiraría en una película, pero no es el caso. Los días son los escalones que cada uno subimos a diario. Al llegar al zénit es como si una bandada de gorriones alborotase al cielo para luego descorrer el tapiz azul índigo de la noche. A escasos pasos de esa extraordinaria pieza natural se encuentra el minuto más íntimo del atardecer. Todavía el sol irradia su oro intenso pero el día se va tiñendo de esa decadencia sublime y agónica que le hará desaparecer de nuestros ojos. Cuando anochece es verbo, es tiempo, espacio y también recogimiento. El ocaso emerge a la vez que desaparece entre las nubes, tras las montañas o sobre el mar labrando pespuntes de oro sobre las mejillas de la tierra. No es momento de preguntar nada, solo contemplarlo en silencio, en su más pura intimidad donde solamente él y nosotros mantenemos una conexión inexplicable. Solamente los dos y la infinita presencia de lo que realmente somos; nacimiento y muerte.